Lo específico, lo ambiguo y lo innecesario en la corrección de tu libro

Este es un post invitado escrito por Víctor Sellés, escritor, corrector y traductor literario.

Un indicador bastante fiable para medir la habilidad de un escritor es su capacidad de control sobre la información, que se manifiesta en la fase de corrección de sus libros. Esta competencia trasciende los límites formales de los géneros literarios y deja su marca en cada palabra, pero también en los acontecimientos que se narran y en cómo se narran. Afecta a la macroestructura y a la microestructura de cualquier obra y, por si esto no fuera bastante, define la voz autoral. 

Un ejemplo: en los manuales y en los talleres de escritura creativa es frecuente la defensa de nombres y verbos, acompañada de cierta repudia hacia adjetivos y adverbios. Esto es algo que los autores tendemos a aceptar como una ley o una fórmula mágica, y que por tanto repetimos (o cuestionamos) sin comprender su fundamento, que no es otro que el control de la información, pues se está discriminando qué es lo que se ofrece al lector. Y es que, mientras los nombres y los verbos exponen información, los adjetivos y adverbios complementan o matizan la misma. De hecho, descubrirás que para poder contar cualquier historia necesitas los primeros, pero puedes prescindir de los segundos sin por ello perder nada fundamental.

Por supuesto, si la clave para controlar la información fuera tan sencilla, todos nos convertiríamos en escritores expertos en muy poco tiempo.

Lo específico en la escritura

El problema es que, para empezar, algunos sustantivos y verbos ofrecen más información que otros, lo que nos lleva a la cuestión de «lo específico». Ser específico no supone buscar la palabra más retorcida del diccionario, sino la palabra adecuada que ofrezca mayor cantidad de información. Por ejemplo, si «perro» es genérico, «beagle», «pastor alemán» o «terranova» son algo más concretos y, por tanto, aportan al lector más información en menos espacio.

El vocabulario específico dirige la imaginación del lector de forma más efectiva que el genérico. De hecho, se podría decir que los clichés que intentamos evitar con tanto celo suponen el colmo de lo genérico.

Cuando no existe un sustantivo lo bastante específico para invocar la imagen deseada, el autor recurre al adjetivo o a otros sustantivos que redondeen la descripción. Y es que, por simple necesidad, toda descripción nace de una acumulación de detalles. De nuevo, en este caso el escritor debe saber gestionar la información para elegir unos por encima de otros y conformar una imagen en la mente del lector.

En otras ocasiones sale más a cuenta primar lo genérico sobre lo específico. Esto ocurre con frecuencia en los diálogos, donde resulta más conveniente recurrir al «dijo» que a variantes más concretas, como «especuló», «argumentó» o «inquirió». Al ser «dijo» una convención narrativa, esta se vuelve invisible para el lector y se convierte en un recurso —no muy distinto de la propia raya de diálogo— cuyo objetivo es atribuir una intervención a un personaje.

Por el contrario, el resto de verbos dicendi se limitan a reiterar o enfatizar, y acaban convertidos en información redundante que interrumpe el flujo de la conversación. Lo ideal es que la propia intervención sea lo bastante significativa como para que estos verbos no resulten necesarios; algo deseable, pero no siempre posible.

Lo ambiguo al escribir

Frente a lo específico tenemos lo ambiguo, que es otro mecanismo de control de información. Para los propósitos de este texto, podemos definir la ambigüedad como todo aquello que es importante, pero que el autor no explicita. Dominar la ambigüedad es todavía más complicado, pero resulta necesario, pues una historia no es solo lo que cuenta, también lo que no cuenta pero deja intuir. Como decía Raymond Carver, tan importante es lo uno como lo otro.

En el nivel más bajo de ambigüedad tenemos la consecución lógica «acto-consecuencia» o «indicios-resultado». En este sentido, se dice que al lector nunca se le debe regalar el total de una suma, sino ofrecerle los sumandos; en vez de mostrar el cuatro, es preferible invitarle a sumar «dos más dos». De este modo, se incluye toda la información necesaria pero no se procesa, para que el lector coloque las piezas del puzle por sí mismo. Si esto puede ser importante a la hora de planificar la trama, lo es más aún cuando entra en juego el «tema» literario.

Cuando la secuencia es lógica, la ambigüedad es mínima: dos más dos solo pueden ser cuatro. Existen otros casos, sin embargo, en los que pueden darse múltiples interpretaciones y el autor opta por potenciar la ambigüedad para producir este efecto. Lo que se consigue mediante esta técnica es un texto abierto —una opera aperta, en palabras de Umberto Eco—, una novela susceptible de varias lecturas, todas ellas válidas.

Lo innecesario en un manuscrito

Por último, tenemos lo innecesario, aquello de lo que debemos desprendernos porque no aporta nada a la novela, porque resta en vez de sumar, porque añade palabras sin añadir contenido o añade contenido sin aclarar nada importante. Lo innecesario es todo lo que no se debe incluir porque solo distrae de lo que se quiere decir, tanto de forma expresa como implícita, enfanga el texto o se desvía innecesariamente del punto principal.

Es ruido.

Proceso de revisión de un libro

Estas tres cuestiones —lo específico, lo ambiguo y lo innecesario— se encuentran íntimamente relacionadas con el proceso de revisión de un manuscrito. Constituyen una labor de pulido más que de creación. El equilibrio entre lo específico y lo ambiguo, y la eliminación de todo lo innecesario, es algo que no suele lograrse en los primeros borradores. Es preciso ver la historia completa sobre el papel, negro sobre blanco, para poder formarse una idea sobre lo que sobra y lo que falta.

Controlar la información para mejorar la experiencia del lector es un proceso difícil, cuesta mucho trabajo y a menudo nos aboca a una situación de bloqueo.

Buscar la palabra adecuada en la primera versión del texto obliga a hacer pausas, leer artículos, consultar diccionarios o detenerse a pensar más de lo que resulta conveniente cuando nos enfrentamos a esta primera fase de redacción. Lo cierto es que a veces la palabra adecuada saldrá sola y en otras ocasiones precisará de una cantidad ingente de esfuerzo.

Sin que el lector sea consciente de ello, frases que parecen idénticas a sus ojos habrán costado al escritor cantidades variables de tiempo: algunas habrán surgido sin más, y otras le habrán llevado muchísimo trabajo.

Entre lo específico, lo ambiguo y lo innecesario se mueve todo autor cuando intenta dar forma a su historia. Aprender a combinar estos tres elementos es indispensable para lograr superar las dificultades de plasmar en palabras las ideas que tenemos en la cabeza.