Por Gabriella Campbell

Hay miles de razones por las que no quieres escribir, por las que puede faltarte motivación para escribir (aunque en realidad quieras escribir).

Para empezar, escribir es un acto que requiere de una gran inversión para nuestro cerebro: una inversión de enfoque, de creatividad, de deducción y mucho más. Eso es mucho gasto y ya sabemos que nuestro cerebro busca maneras de trabajar menos y ahorrar energía. Le gustan cosas con recompensas más inmediatas: comer pasteles, beber alcohol, responder a ese tipo tan irritante en Facebook, jugar a Los Sims hasta bien entrada la madrugada… Cosas como las redes sociales, la ludificación de tantas aplicaciones que usamos y la insistencia de tu gato en que lo alimentes en este mismo instante son elementos que reducen nuestra capacidad de concentración y, sí, nuestra mítica fuerza de voluntad.

¿Y qué recompensa obtenemos de escribir? ¿La satisfacción de un trabajo bien hecho?

Tal vez al principio, pero cuanto más escribes más consciente eres de lo que te falta por aprender, y menor puede ser esa satisfacción. Sí, decía Pratchett que «escribir era la actividad más divertida que uno podía practicar en solitario», de lo que deducimos que Pratchett era a) una mente limpia y pura, y b) alguien que nunca había probado drogas medio en condiciones.

Así que, tú, que dices amar escribir, es normal que te sientas un poco mal por no querer escribir ahora mismo. Sabes que las recompensas, si vienen, vendrán tarde. Tu esfuerzo apenas podría verse premiado por una reseña de una estrella en Goodreads, o ese sonido que hace un árbol en el bosque cuando no hay nadie para oírlo caer.

Pero no se trata solo de eso. Dice B. J. Fogg, un señor que escribe libros y enseña cosas en Stanford, que para que se produzca un comportamiento tiene que darse alguno (o varios) de tres factores: motivación, habilidad y un pie o desencadenante.

El origen de tu (mal) comportamiento

El modelo de Fogg es tal que así:  B=MAP. 

B (behaviour, comportamiento) es igual a M (motivation, motivación), A (ability, habilidad) y P (prompt, pie o desencadenante). 

¿Qué significa esto y por qué nos importa, si muchos de los que escribimos somos de letras?

Nos importa porque implica que obtenemos determinados comportamientos gracias a una combinación de motivación (interna, externa o una combinación de ambas), habilidad (nuestra capacidad para realizar el comportamiento, que determina si nos resulta fácil o difícil) y un pie (un desencadenante que nos lleva a realizar ese comportamiento). Esto puede usarse para el mal (motivación+habilidad+pie puede acabar en el comportamiento de comer mucho, mucho chocolate) o… ¿por qué no para el bien?

Motivación + habilidad + pie

Cuando buscamos comportamientos que queremos realizar con frecuencia (como hacer ejercicio, ducharse por las mañanas o escribir: todas estas cosas muy difíciles para el escritor medio), la manera más sencilla de vencer al problema imposible de la «falta» de fuerza de voluntad es convertir un comportamiento en hábito, ya que el hábito implica no tener que vencer una y otra vez a la resistencia de nuestro cerebro; crea caminitos neuronales que nos lo hacen todo más fácil. Y el hábito se consigue mediante la repetición, sí, pero esa repetición no sirve de nada si no tenemos en cuenta esos factores que menciona Fogg.

Si creemos a Fogg, podríamos deducir que cuando no escribimos es porque nos falta a) motivación, b) habilidad o c) un pie que desencadena ese comportamiento.

Así que, en teoría, esto de conseguir el comportamiento «escribir» debería de ser tan sencillo como rellenar la ecuación con la pieza que nos falta. 

Cómo usar la ecuación de Fogg en nuestro beneficio

Fogg enumera estos tres factores en orden de menor a mayor efectividad. La motivación, curiosamente, es el factor menos eficiente para que escribamos. Por supuesto que leer un artículo, despertarte con una idea genial en la cabeza para un relato, recibir regalías por las ventas de un libro o asistir a una conferencia de escritores pueden animarte a escribir. Pero este ánimo (ya sea producido por agentes externos o internos) no dura mucho. Y rara vez es suficiente para crear un hábito: esa repetición constante del acto de escribir, que nos permita acumular la suficiente práctica y producción para progresar como escritores.

La habilidad, el segundo elemento de esa ecuación de Fogg, es un factor mucho más relevante. Cuanto más sepamos sobre el arte de la escritura, mejor podremos organizar cómo escribimos y avanzar como autores. Y cuanto más nos facilitemos el acto de ponernos a escribir, menos resistencia encontraremos. 

Finalmente, el elemento crucial es el pie: esa acción que realizamos justo antes de ponernos a crear, ese comportamiento anterior que asociamos a nuestra actividad escritora, del mismo modo que podemos asociar «cepillar dientes» a la acción inmediatamente posterior de «usar enjuague bucal».

Estos tres factores se pueden hackear, por supuesto: podemos adaptarlos a nuestros propósitos.

Puedes crear motivación de modo artificial: crear retos de escritura con otros autores, apuntarte al NaNoWriMo, escribir por encargo, escuchar música antes de sentarte a escribir, encontrar un lugar específico libre de distracciones que uses solo para crear…

Puedes enfrentarte al problema de la habilidad haciendo que la escritura sea un proceso más fácil. Separar el acto de escribir del acto de editar: dedicarte solo a crear y a disfrutar, dejando el proceso más clínico de revisar y reescribir para luego. Puedes apuntarte a talleres y a consultorías que te permitan mejorar tu habilidad, de tal forma que cada vez tengas más pericia a la hora de sentarte frente a tu obra. Puedes hacer que la primera acción al escribir sea tan escandalosamente fácil que no tengas que enfrentarte a la resistencia de tu cerebro al crear. Luego, cuando hayas realizado esa primera acción sencilla, ya complicarás las cosas, pero lo importante es vencer esa resistencia inicial y comenzar.

Y puedes enfrentarte al problema del pie creando tu propio detonante. Ensáyalo, aunque parezca un poco estúpido: repite la acción de terminarte el café y luego encender el ordenador para escribir diez veces seguidas, para que tu cerebro vaya haciendo las asociaciones necesarias. Y luego, todos los días, justo después de tomar tu café, enciende el ordenador para escribir. La acción de encender el ordenador es muy fácil. Claro, luego llega lo difícil (y tal vez tengas que añadir la acción «apagar el wifi» para eliminar distracciones), pero no le has dado a tu cerebro tiempo para pararse a considerar eso.

Tu objetivo último

Lo que he puesto son meros ejemplos: puedes crear la motivación, habilidad y pie que desees. Lo importante es hacer uso de estos factores para alcanzar esa meta nada intuitiva y muy complicada que es el comportamiento de escribir.

Recuerda también que a nuestro cerebro le gustan las recompensas. Como la recompensa al acto de escribir rara vez es inmediata (más allá de la satisfacción ocasional cuando tenemos un día inspirado), vas a tener que procurársela tú a diario. Elige algo con lo que recompensarte tras cada sesión de escritura, aunque haga que te sientas un poco idiota. No tiene que ser un anillo de rubíes sobre una Playstation 5 entregada por tu estrella de Instagram favorita: basta con un brebaje delicioso, una partida rápida de algo que no sea adictivo o un gritito muy ridículo de triunfo (puedes pegar un salto y agitar los brazos mientras gritas).

Siempre que esa sea tu meta, claro. Porque escribir solo porque te gusta la idea de escribir es tontería.

Y dar grititos ridículos de triunfo es absurdo (y sí, aún más ridículo) si ese triunfo no significa nada para ti. 

Sobre todo si pegas un salto y agitas los brazos mientras gritas.