Por César Mallorquí

Aprender a narrar e intentar convertirte en escritor profesional consiste, básicamente, en enhebrar un fracaso tras otro, como cuentas al hilo de un collar. Aunque al final triunfes, antes habrás fracasado mil veces. Y cada fracaso será una puñalada en el corazón.

Dejé de escribir en 1979 y regresé a la escritura en 1991, con la firme decisión de aprender a narrar textos extensos, novela. Tras producir, con más o menos éxito, varios cuentos largos y novelas cortas, y publicar una antología de relatos, a mediados de los 90 me propuse escribir una novela. Tardé año y medio; la novela se llamaba El viajero de ultramar y tenía más de quinientas páginas.

Orgulloso de mí mismo, le entregué el texto a dos lectores cero y aguardé pacientemente a que me dijeran lo bueno que era. Su veredicto, sin embargo, fue muy distinto: la novela tenía tantos fallos, en tantos aspectos distintos, que enumerarlos consumiría la extensión de este artículo.

Me hundí; no solo por lo que decían, sino también, y sobre todo, porque comprendí que tenían razón. Un año y medio de trabajo perdido, mis ilusiones arrastradas por el fango; era para echarse a llorar. Estaba claro que yo no valía para la escritura, era un inútil, un fracasado, así que a la mierda con la literatura. Mejor dejar de perder el tiempo y dedicarme a otra cosa.

Entonces me enfadé; no con el mundo, que era lo que me apetecía, sino conmigo mismo. «¿Qué es eso de tirar la toalla al primer tropiezo?», me dije. «Pero es que ha sido un tropiezo de año y medio…», me respondí. «¡Y eso qué importa, idiota!», repliqué. «Si abandonas ahora, ese año y medio sí que será tiempo perdido. Así que utiliza el fracaso, haz que sirva para algo, aprende de él».

Una confesión: carezco de fuerza de voluntad. Mi tendencia natural es dejarme llevar por la molicie, no hacer ningún esfuerzo, procrastinar. Pero, aparte de eso, tengo otro defecto: soy un cabezota.

Y resulta que, en cierto modo, la cabezonería se parece a la fuerza de voluntad.

Bien usado, un defecto puede convertirse en una fortaleza. Eso lo comprendí de joven, practicando senderismo. A veces, cuando remontaba una cuesta especialmente dura, sentía el deseo de pararme a descansar. Entonces entraba en escena mi lado cabezota y me decía: «¿Pararte? ¡Y una mierda! ¡Por mis güevos que vas a seguir caminando!» No era fuerza de voluntad, sino irracional cabezonería. Pero el caso es que yo seguía andando cuesta arriba sin desfallecer.

Pues lo mismo hice con mi fallida novela. Aunque lo que me pedía el cuerpo era abandonar la escritura, me obligué tercamente a coger ese maldito texto, reflexionar sobre sus fallos y aprender de ellos. Deseché la idea de corregir la novela, porque habría que reescribirla casi por completo, y ni siquiera a mi yo cabezota le apetecía esa tarea. La novela había nacido muerta y punto. Pero aprendí mucho de aquel fracaso, muchísimo. No me enseñó lo que debía hacer, sino algo igual de valioso, o más: me enseñó lo que no debía hacer.

Escribí una segunda novela, trescientas páginas forjadas a base de cabezonería. La presenté a un concurso y perdió, pero la editorial se interesó en ella y compró los derechos. Esa novela era lo suficientemente buena para publicarla, pero aún tenía fallos. Aprendí de ellos y escribí una tercera novela, y luego una cuarta, y así hasta la treintena que por ahora he escrito. De todas ellas he aprendido algo.

¿Alguna vez has hecho bien a la primera algo complejo? Yo no, desde luego.

De entrada, cuando afrontas por primera vez una tarea difícil, ni siquiera tienes una idea clara de lo difícil que es, ni de en qué exactamente consiste su dificultad. Eso lo descubres al equivocarte.

Pues bien, escribir una novela es un trabajo difícil y complejo.

Y aprender a dominarlo requiere tiempo, esfuerzo, reflexión, tenacidad, paciencia y aguante. Aguante para soportar los fracasos. Y cabezonería, por supuesto.

Siempre me han sorprendido esos autores noveles que escriben su primera novela y quieren publicarla YA. Y si ninguna editorial se interesa, es porque se ignora a los noveles o porque hay una oscura mafia de escritores establecidos y editores dedicada a poner trabas a los nuevos talentos. Entonces se autopublican, y cuando no venden ni diez ejemplares… no sé, supongo que le echan la culpa a la suerte, a los lectores o al empedrado. Y muchas veces abandonan, cuando en realidad apenas estaban empezando.

La mayor parte de esos autores primerizos fracasan porque han cometido el pecado capital de la escritura.

Creen que para escribir una novela basta con tener una buena historia y contarla con una prosa más o menos correcta. Craso error. Porque la historia que cuentas tiene muchísima menos importancia que la forma en que la cuentas. Y eso es lo difícil: contar bien historias. No es intuitivo, nadie nace con ese don; hay que aprender, y gran parte del aprendizaje consiste en prueba y error. Dicho de otra forma: si no te equivocas, o crees que no te equivocas, no aprendes.

La mayoría de los que escriben por primera vez una novela, han comenzado escribiendo relatos cortos, lo cual es lógico y bueno. El problema es que muchos creen que escribir una novela es como escribir un cuento, solo que con un montón más de páginas. Otro error; son técnicas muy distintas. Los cuentos cortos, precisamente por su brevedad, poseen estructuras más sencillas, de modo que se pueden escribir buenos cuentos de modo intuitivo. Además, en los cuentos suele tener más peso la idea que la forma de la idea. No pretendo quitarle valor a los cuentos, muy al contrario; es difícil escribir un buen cuento. Pero mucho más difícil es escribir una buena novela. Y, por tanto, mucho más fácil es equivocarse.

Supongo que el 90 % de los escritores noveles carecen del talento necesario para triunfar; al menos, eso dicta la Ley de Sturgeon. Pero queda un maravilloso 10 % de personas que, si tuvieran la paciencia y el empeño necesarios para aprender, podrían llegar muy lejos. El problema es que muchos de ellos, cegados por la impaciencia, abandonan a los pocos fracasos. Porque carecen del gran defecto/virtud de la cabezonería.

Cabezonería no para obcecarse en defender los propios errores —en eso hay que ser dúctil como el Blandiblu—, sino para encajar los fracasos, aprender de ellos y volver a intentarlo.

En cierta ocasión, un periodista le recordó a Thomas Alva Edison que, para inventar la bombilla, había cosechado casi mil intentos fracasados antes de dar con el filamento de tungsteno. A lo que Edison respondió: «No fracasé, solo descubrí 999 maneras de cómo no hacer una bombilla».

Sin duda, Edison era un cabezota.

César Mallorquí es escritor y periodista y tiene un catálogo de libros y de premios literarios tan envidiable como su sentido del humor. Escribe, como abominable hombre de las letras, en La fraternidad de Babel.
Si te interesa saber más sobre cómo ha conseguido ser escritor profesional y vivir de la escritura, te lo cuenta en este libro de MOLPEditorial.

Esto no es un manual de escritura pero se parece
Esto no es un manual de escritura (pero se parece)